"El avión, piloteado por un dominicano, se aproximaba al aeropuerto de Maiquetía pero, inexplicablemente, bajó su tren de aterrizaje y procedió a intentar posarse sobre la Avenida Catia La Mar. Sus ruedas llegaron a tocar el piso y, sin colisionar con ninguna estructura o vehículo, volvió a despegar para continuar un zigzagueo entre edificaciones alrededor del aeropuerto. Mientras, los pasajeros escuchaban la conversación del piloto con la torre de control y temían un desenlace fatal. Finalmente el avión aterrizó atravesando las pistas de manera poco habitual, y terminó deteniéndose ante un hangar."
Eso lo soñé dos días después de haber entregado el proyecto de grado (la tesis) de la Maestría en Gerencia Ambiental y por ese motivo lo tomé como una premonición, una señal que decía: sobreviví.
Porque, desde que escribí "Estudiar a los 46...qué necesidad hay de eso", yo sabía que el trayecto entre el inicio y el fin de la maestría no sería un viaje de rutina. Al menos se parecería a varios traslados vividos en estos 22 meses hacia Bogotá: algunas turbulencias, una vez cerrado El Dorado por lluvia y desviado para Medellín, un aterrizaje abortado y varias veces sentado en el asiento del medio, con un par de gordos al lado.
Sería penoso describir cada momento intenso con profesores y monitores, equipos de trabajo, entre otras cosas porque daría la impresión de que no disfrute de manera proporcional a todos los stakeholders antes mencionados. Quid pro quo.
Seis días después del sueño (¿por qué no le llamo pesadilla?) recibí, en primer lugar, un correo grupal con un impersonal "felicitaciones a todos" y luego otro con una tabla contentiva de la nota final del proyecto de grado, que confirmaba el presentimiento.
Pero el paralelismo entre la alucinación y la maestría llegó hasta el punto final de la historia. Así como milagrosamente el avión logró aterrizar y estacionarse, para mí fue un prodigio la aprobación del proyecto de grado, el último paso para la salvación de la maestría. No fue lo mismo para mis compañeras y compañeros, cuya inteligencia y capacidades “nérdicas” no pueden ser equiparadas a las de un tipo que llaman “Alejo”. Ell@s tuvieron un aterrizaje seguro.
Dicen que quien sobrevive a un accidente o desastre aprende a valorar la vida y siempre quedan con cierto temor a tomar el mismo riesgo. Por tanto, no esperen por ahora verme sentado en un aula de clase. Eso se los dejo a Caro K, Juanita y a José Agustín, quienes seguro ya están escogiendo el doctorado a cursar o, peor, acaban de pagar la matrícula del primer semestre.
Alejandro Luy – Agosto 2011