domingo, 30 de octubre de 2011

Un perro con tres bolas


En estadística lo “normal” es aquel valor que más se repite. En el Diccionario de la Real Academia Española, una de las acepciones es “que se haya en su estado natural”. En otras palabras, y combinando ambas definiciones, normal es aquello que más vemos y no nos sorprende. Normal es que un perro tenga dos bolas.
Igualmente, para describir un país, tendríamos que utilizar aquellas características objetivas que lo representen a él, los habitantes y sus conductas, y así conformar lo “normal”, su “estado natural”. Esto es particularmente útil para que los visitantes o inmigrantes no sufran un “shock cultural”.
El otro día me comentaba un colombiano que un venezolano se había mudado desde Puerto La Cruz a Bogotá y encontraba todo más caro. Y tiene razón: lo normal en Bogotá es que usted pague mucho por los servicios de agua y luz, y que la gasolina sea un lujo, vainas que en Venezuela son – y usted sabe que no exagero – regaladas.
Como tengo varios amigos fuera del país, coterráneos y extranjeros, que están planteando su venida en los próximos meses yo he decidido tratar de escenificar la normalidad en nuestro territorio para que llegado el momento no sientan que están viendo un perro con tres bolas.
Enumero los signos de nuestra normalidad:
1. En este país se vive con inflación. Venezuela tiene una inflación de al menos dos dígitos desde los 80. Sólo en los últimos once años, la más baja ha sido de 14%. Por tanto, que los productos y servicios aumenten mes a mes es lo más natural. Aquí no somos como en la mayoría de los países de América donde la inflación es menor al 5%. Sépalo y no se sorprenda.
2. En este país no es fácil comprar monedas extranjeras. Desde 2003, hace 8 años pues, existe algo llamado CADIVI, quien decide cuándo, cómo y cuánto usted puede comprar de dólares o euros para viajar o gastar. Olvídese de ese país donde uno dice “como el viernes me voy de viaje a Miami, mañana martes voy a pasar por el banco a comprar unos dólares”. Eso es un perro con tres bolas. Lo normal son unas carpetas correctamente foliadas, varias horas en un banco, con al menos 15 días de anticipación al viaje, con un boleto sellado por la agencia de turismo o la aerolínea, para que CADIVI te autorice 300 dólares en efectivo y 300 en el uso de la tarjeta de crédito si vas para Bogotá, ya sea un día o dos semanas.
3. En este país se compra lo que hay. Siento que debo ser muy preciso en la explicación de este punto. En este país decir “voy al supermercado a comprar leche, café, azúcar, arroz y aceite porque los necesito” no es normal; eso no se hace aquí. Lo normal es decir “voy a ver si consigo café o leche o aceite o azúcar o arroz” sin indicar en dónde lo espera conseguir ni mostrar una predilección por alguno de ellos. En Venezuela usted puede necesitar café, pero si lo que consigue es leche que están vendiendo un camión frente a Parque Carabobo, la compra.
4. En este país tenemos emociones en sitios insospechados. Vinculado a lo anterior, cada vez que por suerte nuestra necesidad de un producto coincide con su disponibilidad en el sitio adonde hemos ido a comprar, se suscita una felicidad única, la cuál es comunicada inmediatamente a la familia y a los amigos, y se torna en tema de conversación: ¡conseguí mazeite! ¡conseguí leche! ¡conseguí pañales! ¡conseguí stilnox! Conseguí es sinónimo de felicidad, quizás por ello somos uno de los países más felices del planeta.
5. En este país se bebe mucho alcohol, especialmente whiskey escocés. Usted no debe temer una respuesta negativa o miedo de ofender a algún venezolano si le dice “vamos a echarnos unos traguitos”. Venezuela es el mayor consumidor per capita de whiskey en Latinoamérica y está entre los 5 mayores del mundo. También bebemos bastante cerveza.
6. En este país ir al banco es un asunto que toma tiempo. Yo se que los bancos en el mundo son de los peores servicios que existen, pero la dedicación en Venezuela en términos de hora/hombre tiene un grado superlativo. Aun muchos venezolanos, inconscientes de esta normalidad, dicen “voy un momento al banco”. Se ha demostrado que estos seres tienen un daño cerebral que les impide manejar coherentemente los lapsos de tiempo. Es como la gente que no siente dolor o que no puede oler de la cual uno se entera viendo Discovery Channel o NatGeo.
7. Y por último, en este país la silicona está sembrada en la patria. Un asunto normal es que usted vea mujeres con las tetas operadas cada día. No importa si es una camionetica, en el metro, en la farmacia o caminando en el Sambil. Puede ser en Mérida, Caracas, Maracaibo, Tucupita, Margarita (obvio) o San Fernando de Atabapo. Las siliconas probablemente es la normalidad que más agrade al visitante masculino.

Creo que es preciso aclarar que en este artículo no estamos abogando por esta “normalidad”, pero “esto es lo que hay” (Amigos Invisibles dixit) desde hace años o décadas. Por tanto no hay que sorprenderse.
Ahora, si me preguntan, yo creo que es tiempo de cambiar. Al menos sobre los seis primeros puntos estaría satisfecho si Venezuela pasara a ser un perro con tres bolas.



Alejandro Luy
30 de octubre de 2011

viernes, 21 de octubre de 2011

Sobrevaluados


En el momento que emprendí a escribir este artículo temía por la reacción chauvinista de aquellos que, a cuenta de defender a la patria, son incapaces de ver la realidad que nos describe. Pero luego, y ahora me toca comprobarlo, creo que por el contrario los comentarios a este artículo darán mi razón a mis palabras: brindando servicios, los venezolanos estamos sobrevaluados, en otras palabras tenemos un desempeño mediocre pero creemos que estamos entre lo mejor del mundo.
A partir de innumerables pruebas vividas por mi o por terceros en el territorio venezolano, con empresas públicas y privadas, en hoteles de cinco estrellas o vendedores de empanadas, pasando por maître de un restaurant, en un call center o en el terminal de una línea de autobuses, así como por comparación con otros países es muy poco esperanzador obtener una respuesta satisfactoria, amable, adecuada en tiempo y alcance, de cualquier venezolano del cual requiramos una asistencia, no por dádiva, sino porque es la retribución al ser ciudadanos o clientes.
En el hotel 5 estrellas ubicado en el sector de El Rosal en Caracas, que pertenece a una cadena presente en más de 73 países, usted no deja los paquetes para un huésped en el mostrador de la recepción, sino que debe salir a la calle y tomar un acceso hacia los sótanos del hotel, donde un guardia recibirá la encomienda. En otro hotel tan estrellado como el anterior, un amigo colombiano pidió una café con leche y la camarera le respondió “será café negro porque leche no hay”.
La chica que atiende la taquilla de pago del servicio eléctrico en el centro de Caracas, podría responder los buenos días (nadie le pide que tome la iniciativa para ofrecerlos), pero por el contrario se limita a ver la cuenta, decir cuanto debes pagar, y – sin verte la cara – te ordena que tú mismo tomes el recibo que acaba de imprimirse.
La línea de autobuses que cuenta con sus terminales privados en varios estados de Venezuela, argumenta que la factura no puede salir a nombre de una empresa, a cuenta de un seguro de los pasajeros. No vale la pena decir que otra línea si lo hace y que nada tiene que ver una cosa con la otra. No hay factura a una persona jurídica. La empresa de la competencia – equiparándose a todas las líneas aéreas de Venezuela – nunca sale a tiempo, ni siquiera luego de haber hecho ajustes a sus horarios y rutas. Así, un recorrido de dos horas se convierte en otro de tres horas y media. No hay a quien reclamar.
Un caso que expresa comparativamente nuestro problema lo vivió una amiga venezolana quien por un asunto de su tarjeta de crédito debió llamar a las oficinas de los Estados Unidos, Colombia y Venezuela. La misma franquicia. ¿Dónde la trataron mal, le contestaron grosero y le tiraron el teléfono? Adivinó: en Venezuela.
Este año, durante un vuelo internacional, un funcionario ecuatoriano me comentaba con pena “que malo es el servicio en Venezuela”, y solo había estado dos días en un hotel donde los 500 dólares de tarifa no incluía el desayuno y el check out se demoraba 40 minutos.
Día a día, en la panadería, en el Metro, en los bancos (¡ay los bancos!), en la clínica privada o el hospital público, en el ministerio, en el seguro del carro, en la tienda de ropa, el supermercado, mayoritariamente conseguimos gente que se siente demasiado importante como para atendernos bien, independiente de su procedencia, género, raza, religión. Gente que les es fácil decir “si no te gustas te vas”.
Y si ustedes creen que es demasiada especulación y exageración de mi parte, cierro con esta historia. Un amigo que ocupa una importante dirección en un ministerio, que durante toda su vida profesional ha vivido las vicisitudes de esa dependencia, un día reunió a los técnicos para hablarles de lo que se decía en la calle acerca de ellos y su forma de trabajar. ¿Cuál fue la reacción? ¿Sorpresa? ¿Pena? No, indignación porque aquel recién llegado les espetaba esas “ofensas” ¡Qué bolas marico!, seguramente dijo más de uno.
Seamos sinceros: nosotros, los venezolanos, nos creemos la tapa del frasco y por tanto el servir a los demás es un acto de caridad que por supuesto el receptor debe agradecer aunque le cueste al precio de una habitación de un hotel cinco estrellas o el pasaje de la camionetica.
Así son las cosas aquí. Y si no te gusta, te vas.

Alejandro Luy
Octubre 2011

Ilustración: Rogelio Chovet

sábado, 8 de octubre de 2011

Limosna


Quien viaja en las camioneticas de Caracas cada día se encuentra a vendedores que ofrecen lápices, libretas, chocolates y otros dulces casi invariablemente a nombre de una asociación que se esfuerza por ayudar a jóvenes drogadictos. Una que otra vez, los vendedores se atreven a confesar motivos absolutamente personales.

Pero también se ha puesto de moda que el medio de transporte público se convierta en espacio para lanzar demandas ante problemas de salud, y de esa manera acopiar dinero para una medicina, un equipo quirúrgico o para la propia operación. Hasta hace poco había sido testigo del discurso de hombres y mujeres con tensión alta, deficiencias visuales, madres de niñas con labios leporinos, y hasta un hombre que sin desparpajo hizo una doble solicitud: por su rótula y una hernia inguinal, que tuvo a bien mostrarnos.

Aun cuando me harta tanta pedidera, entiendo la lógica que subyace: los autores ven en esa estrategia la manera más rápida de solventar sus tristes situaciones.

Pero hace unos pocos días una mujer de unos 40 años, rompió la monotonía de la limosna de la camionetita, cuando bien vestida y maquillada, con una belleza propia de su edad interrumpió - para empezar su discurso - con un "buenas tardes señores pasajeros".

"Quisiera pedirles su atención por un momento", dijo mientras trataba de cubrir a todos con su mirada. "Yo soy una madre divorciada y con tres hijos, que cuenta con un pequeño negocio que permite pagar la deuda del apartamento, el colegio de los muchachos, su alimentación y una o dos salidas al centro comercial al mes. Lo que ganó no me permite otros gastos, mucho menos ahorrar".

"Y se preguntarán", continuó, "¿en que podemos ayudar a esta mujer?. Pues sucede que estoy teniendo un grave problema de autoestima que esta afectando notablemente mi desempeño profesional y mi capacidad de conocer gente y -por supuesto- tener un amante"

"A cada uno de mis hijos los amamanté diligentemente por más de seis meses. En cada oportunidad mis senos brindaron toda la leche necesaria y adquirieron notables volúmenes. Pero una vez finalizado el ciclo, ellos dejaron de ser los senos que tan orgullosa lucía antes de mi primer embarazo. Cada día cuando me los encuentro en el espejo me sorprendo de lo feo que están, y por ello siento miedo en mostrarme desnuda ante un hombre. Desde hace ya dos años -cuando se inició mi divorcio- no he vuelto a tener sexo".

"Por eso quisiera solicitarle su colaboración para pagar la operación que me lleve a colocarme unas buenas tetas de 300 c.c. de siliconas, que me hagan lucir más joven, más bella, más apetecible para los hombres y me permitan reinventar las noches de placer".

Todo eso lo dijo con voz firme y un demostrado optimismo, antes de dar una estocada sorprendente a quienes la mirábamos atentos: "¡esto es lo que quiero cambiar!" y acto seguido abrió su camisa e hizo aparecer unos senos planchaos, caídos y desproporcionados; unas tetas horrorosas.

Hombres y mujeres sacaron sus carteras. Yo puse 20 mil bolos.

Publicado en El Mundo. el 23 de septiembre de 2004

Ilustración Rogelio Chovet